Era una actriz como ya no hay. Y una señora como pocas quedan. Nunca explosiva, chispeante, ni de mirada risueña precisamente. Fue su impronta de dominio y desafío extremadamente femeninos su mejor baza de seducción. Suyos fueron los años del star system, pero nunca siguió sus dictados. Resultó ser terriblemente selectiva para sus trabajos. Así se le resistió el Oscar de reparto, que no el de Honor. Y por eso llenó las mejores horas de cine de oro.
Lauren Bacall tuvo el encanto de Grace, la belleza de Ava, la seducción de Marilyn y la elegancia de Audrey. Tan sofisticado todo que de puro chic pareció siempre espontáneo y natural. Suya era la mirada afilada de ojos profundos y unas cejas que decían tanto como la boca misma. Pestañear, o no, le bastaba para intimidar o derretir por igual. Tanto como pasear la pantalla sin atisbo de contoneo para llenarla igualmente de sensualidad de fémina con rotundo masculino. Pues lo mismo lucía encajes que traje sastre, tacón o mocasín, para anticipar con extremado gusto lo que después otras han usado y llamado estrategia andrógina de conquista. La ambigüedad de Marlene. Pero servída en frío. Agitada, no revuelta. Hubiera sido contrapunto perfecto a la chica Bond típica de los sesenta: Nada que ver.
No cabe duda que vivir junto al enorme Bogart, artística y conyugalmente, debió de imprimir carácter a una Betty Joan -era su verdadero nombre- ya de por sí temperamental, por neoyorquina y por judía. Para rematar, la dolencia tumoral y mortal de él, que no hizo brotar jardines de rosas, como tampoco los episodios de alcoholismo de su segundo marido, Jason Robards. Aunque en realidad no siempre resultó de ese rompe y rasga decidido y sutil a la vez; de hecho, sus primeros planos para el cine revelaban la misma mirada soslayada que empleó en sus comienzos como modelo de fotografía para Harper’s Bazaar. Pero se sacudió la timidez a base de escuela, dicción y teatro, y algo del Bronx de adolescencia. Su dominio de las tablas fue parejo al de la cámara en plató, y hasta en una adaptación teatral de “Eva al desnudo” fue elogiada por la mismísima Bette Davis, que no le encontró rival.
Trabajó con Newman, Monroe, Hudson, Grable, Wayne… y ha sido la última en decir adiós. Streisand, que la dirigió en la única película que le valió ser candidata a la estatuilla de la Academia, es, por lógica de la edad, uno de los pocos genios como ella que la sobreviven. Estusiasta del periodismo, que empezó a estudiar y nunca llegó a ejercer, nos deja además de cine historias propias de papel en forma de dos biografías. Y es precisamente una de sus célebres frases con lo que ha logrado hacerse inmensa. Inmortal. «No soy una ha sido. Soy una será.»
Ago 132014