Dic 022023
 

Empezaré como la ‘Golden Girl’ Sofía Petrillo: Imagina, Vitoria 1997… Sí, fue allí en Gasteiz, en la Semana del Cine Vasco. Se proyectaba «Más allá del jardín», que había dirigido el bilbaíno Pedro Olea adaptando la novela de Antonio Gala. Autor fetiche. Ella era la gran protagonista de la película. Estuvo al borde de emoción de ganar el Goya y luego al borde de un ataque de nervios porque ese año se lo llevó Emma Suárez. Se le pasó cuando, unas ediciones más tarde, le entregó el de Honor su sobrina Manuela. Aquella tarde en la capital alavesa vino acompañada del cineasta, porque iban a compartir al alimón un coloquio con el público al término de la cinta. Y mientras ese público seguía las desventuras de Palmira, el personaje, yo me daba el lujo de charlar con la actriz.

Concha Velasco ha sido mi estreno con una famosa. El primer personaje que tuve ocasión de entrevistar. Algo que voy a recordar siempre y que agradezco profesional y muy personalmente. Yo, a punto de licenciarme, sin trayectoria y sin nombre, me lancé a pedir el encuentro sin imaginar que lo lograría, que me iban a decir «sí». Y llegué con el fotógrafo. Con mi grabadora a pilas, una cassette nueva, un cuestionario hilado y repensado al mayor detalle que mi propia memoria me permitía, tres apuntes sacados de una hemeroteca con internet aún en pañales, y mucho respeto. Con curiosidad y respeto. Dejé los nervios en la puerta de aquel centro comercial, Dendaraba, en pleno centro de la ciudad. Nos juntamos en una sala de exposiciones del complejo, aledaña al salón auditorio donde se exhibía el filme. Concha iba de negro y blanco, yo, sin adivinarlo, también. Sentados a una mesa con Olea de anfitrión, el representante de la megaestrella me concedió 40 minutos. Cuando íbamos por los 50 y más vino a poner punto final con indisimulado fastidio de verme reteniendo a la de Valladolid : «Concha, se acaba la peli, empieza la tertulia, y no has parado de hablar». «!Pero si nos lo estamos pasado divinamente!»; eso y su risa grave lo descolocaron a él y me disculpaban a mí. Era así. Ella era así, cercana, sincera, generosa e imparable. Es verdad, lo estaba disfrutando. Lo estábamos gozando. Una charla con sucinto guión, porque hablar con la Velasco era saltar naturalmente de una anécdota a otra, de una perla a otra, de la plata al oro porque cada palabra que dijera era un trofeo para cualquier reportero. Me regaló una tarde de tuteo obligado aunque me costara un triunfo relegar el ‘usted’. Una tarde tan inesperada como irrepetible. El mejor debut que pueda tener nunca un redactor, coronado por un piropo impagable: «Sigue en esto, y haz televisión si te gusta: lo haces muy bien».

Transcribir la entrevista fue volverla a disfrutar, reposar el discurso, descubrir el mensaje. Y admirar a la mujer que había detrás de aquel traje Armani, de la fama, del oropel y el aplauso. Una señora con mayúsculas amable y dedicada con todo el que se le acercaba. Una artista de cuatro costados que dos años después recibía en su ciudad natal la llave de oro de la Diputación de manos de su presidente, Ramiro Ruiz Medrano. Yo entonces ya era habitual en El Mundo de Valladolid. Un compañero reportero fue al acto de entrega. Y yo, que disponía un rato libre esa mañana, decidí ir como espectador y por gusto. Me quedé al final de la sala, pegado a la pared del fondo, es una manía, observando todo con «esos ojillos curiosos» que mi amigo Álvaro dice que saco en los momentos intensos. Ella me enfrentó los suyos, tan brillantes siempre, tan llenos de luz, según venían en grupo hacia la salida rodeados de gente y más gente, acabada la ceremonia. «Yo a tí te conozco!!». Lo dijo directa, con el dedo en alto, como una sentencia y a lo rompe y rasga. Le recordé brevemente aquella única vez que, bueno, sí, pudimos encontrarnos antes, hablando de la vida y de cine. «Sí, en una habitación llena de cuadros eróticos!!», espetó divertida. Ruiz Medrano, correctísimo siempre, que me habría leído ya varias solemnes noticias de su agenda oficial, giró la mirada con sobresalto y se me mostró pálido con tal detalle. Más blanco me quedé yo. Era verdad. En aquella sala de exposiciones sin visitas para la ocasión colgaba una colección de grabados con desnudos, de algún artista seguramente local, y ella se acordaba. Y de mí. Con la de citas que cada día tenía aquí y allá, de caras y más caras y compromisos mil, se acordaba de mí. Por qué ese día vestíamos igualmente, sin saberlo, de blanco, nunca lo sabré. Por qué yo dormía en algún rincón de su abarrotada memoria, tampoco.

Coincidimos luego muchas veces. Cada estreno suyo en Valladolid durante mi etapa en El Mundo lleva mi firma. Guardo con devoción no sólo mi debut en Vitoria, sino aquel rato de confidencias los dos en el camerino del Calderón, a la postre sede de la Seminci, y su segunda casa, después de una rueda de prensa. Nos vimos en una cena homenaje de la Unión de Actores vallisoletanos. En la SGAE con un estreno de Massiel, en el Planet Hollywood del Hotel Palace en Madrid cuando presentaron su biografía «Diario de una actriz». Celebramos también en Madrid su «Hello Dolly», en compañía de Manolo Escobar y Vanessa despistando los tres a las admiradoras de él, que casi nos trepan al palco con besos y el firme propósito de achucharle. Así eran los de ídolos ambos: alimentando pasiones.

Conservo sus felicitaciones navideñas de puño y letra, su también firmado disco doble de «Carmen, Carmen», los consejos… Su sonrisa amplia y eterna. Pero, sobre todo, me queda un grato recuerdo de humanidad, una sensación de que cuando el cariño es recíproco, la admiración es mayor. Que detrás del personaje está la persona. Y que si el primero brilla sin parar es por alimento de bondad de la segunda. Y en eso Concha fue otro ejemplo más, de sencillez y autenticidad por encima de cualquier vanidad. Bueno no. No fue. Es. Y será.