Estoy enfadado. Y además, consternado. Doblemente incluso. Primero, por lo fácil que le puede resultar a alguien mentir y montar un circo en el que las fieras se meriendan el domador, los trapecios ceden y el cuchillo cercena al fakir. Segundo, porque a ver de quién te fías ya.
La joven malagueña no fue violada. La grabación de vídeo que pudo incriminar a los asaltantes resultó probar lo contrario: aquello fue un goce consentido y en toda regla. Y aunque sea de dudoso gusto haberlo registrado todo en unos cuantos megas, lo cierto es que ha servido para pasar el título «víctima» de ella a ellos.
Es increíble, en cualquier modo, la frivolidad que destila el caso, se mire por donde se mire. Arbitrariedad en la joven, ronroneando aquí y allá a la vista de todos.
Temeridad añadida al saberse grabada y, si acaso publicada a los cuatro chips por las redes sociales, urdir de urgencia una absurda historia de acoso y derribo contra quienes poco antes no hicieron sino desfogar sus más primarios instintos.
No menos reprobable la actuación de éstos, ejerciendo de machitos en el acto en sí y queriendo fardar después del mismo con ese videoclip perpetrado con nocturnidad (nunca mejor dicho) y lujuria.
Desafortunados algunos comentarios, venidos incluso de algún dirigente municipal (ese León de la Riva siempre a la deriva) criticando la indefensión del varón ante falsas acusaciones como ésta. Y frente a las -a veces- abusivas penas recibidas por cuestiones de violencia de género. Es cierto, claro. Pero, para no reincidir, lo que aquí toca destacar es que al amparo de nuestro sistema jurídico cualquiera, ya sea hombre o mujer, pueda seguir profiriendo lesivas declaraciones sobre los demás. Testimonios que en no pocas ocasiones provocan más daño social que uno físico. La palabra, bien decía Lázaro Carreter, puede llevar dardo envenenado. Y un delito inventado arruina para siempre la vida de cualquiera.
¿Y lo otro?
Pues tiene que ver con quienes nos dedicamos a contar cosas… porque ya es casi imposible contrastar datos. Escribo yo mi anterior columna tras leer todas y cada una de las cabeceras del periodismo “serio” de este país, coincidentes todas, para más crédito. Y, días después, parece que tenemos que pedir perdón por meter la pata.
Se pide al periodista cerciorarse antes de hablar. Y resulta que hoy eso, paradigma y axioma implícito de la profesión, se diluye en un mar de informaciones. Si nunca resultó fácil detectar la versión más objetiva de todo cuanto nos llega a los oídos, en la actualidad se ha convertido en pesadilla. Me atrevo a decir que hoy hablar o escribir sobre algo es tirarse a la piscina sin agua por mucho que preguntes, investigues, corrobores o descartes. Y en eso tiene parte de culpa la exponencial e indiscriminada proliferación de fuentes de datos. Internet se convierte con frecuencia en una red tramposa donde conviven mentiras y verdades a partes iguales. La confidencia de tu mejor aliado puede venir contaminada sin quererlo ni saberlo. Hasta ejercer de testigo es complicado por los muchos trampantojos que pueden rodearte en el escenario de los hechos sin que, de primeras, te des cuenta.
Por supuesto que, como en toda casa de vecino, hay mucho aficionado suelto en este gremio que con su imprudencia tanto perjudica al reportero comprometido y de raza. Y no por eso hay que bajar la guardia ni mucho menos disculpar a toda costa malas praxis con las manidas excusas tipo “los nervios del directo”. Pero, oigan, tampoco aspiramos a colgarnos medallas propias de detective… Y realmente, ¡qué difícil es hoy ser periodista!