Oct 152014
 

Es de agradecer.
Y es admirable, plausible, sorprendente… Novedad cuando no debería serlo. ¿Qué? Brillar sin necesidad de despilfarro. Resultaba, resulta y resultará que no todo oropel es siempre bueno. Ni se debiera o debiese sospechar en eterno del manido, pero probado, “menos es más”. Y nos lo demuestra, para mayor inri y señas, una rubia. Menuda. Foránea. Y nada tonta.

Lo de Kylie Minogue en su nuevo tour es lo más, con lo menos. Y no hablamos del largo de falda. Que también. Aunque alguna, sí, le tapaba rodilla. La australiana lleva tres semanas de gira. Y en su parada española, anteayer Madrid, anoche en Barcelona, puede dar lecciones. De muchas cosas. Lo de siempre, que perdura y continúa: saber cantar, saber insinuar, saber ligar(se) al público. Lo nuevo, pero no insospechado -atención, señores del Gobierno y demás cabeceras-: saber hacer las cuentas. Domésticas.

Vuelve Kylie a la carretera, y a los cielos -por sus muchos aviones de vaivén- en el ecuador de una década convulsa, incierta, agitada, austera. Lo hace tras dos giras de paseo a la extravaganza. Su psicodélico show “X” (diez, que no porno) de 2008 y el colosal “Les folies” de 2011 anticipaban además su 25º aniversario en escena, que también celebró a lo grande, en 2012, llenando en Londres los míticos estudios Abbey Road con orquestadas versiones de sus clásicos para un redondo cedé. Esta tríada mediática, costosa y excesiva, pero artísticamente plena, ha dado paso a una nueva apuesta que llevará a una treintena de plazas europeas hasta final de año, antes de viajar para febrero hacia su tierra. Se llama “Kiss me once”, como su último disco. Y hace honor al título porque demuestra que a veces, o siempre, intenciones y un sólo beso son lo mejor y más asequible y seductor del mundo.

No hay veinte bailarines, ni doscientos trajes y otras tantas pelucas; columnatas romanas, suelos de cristal ni macroestanques con lluvia y fuentes. No es preciso trasladar equipos en decenas de trailers ni dos o tres jornadas de montaje por concierto. No hay tacones con plataforma, escotes imposibles ni micrófonos de mano cuajados de swarovski. Pero sí golpe de efecto (y perfecto). Más ligera de artificios que de ropa, KM sale al ruedo, arena, estadio o pabellón, lo que toque, con su bien preciado par de armas: Talento y prudencia. Comprobado: Tiran más dos estetas que dos carretas. Y así, al alimón, la actriz y cantante ha urdido con William Baker -su director de cabecera- un prodigio de medida audacia para su audiencia: Cómo dejar boca abierta sin mucho abrir talonario. O lo que es lo mismo: Cuando el cimiento es sólido, igual da una cabaña que un rascacielos infinito. Luciendo imponente el segundo, acoge más la primera.

Esta señora de 46 años, señorita más por elástico físico que por civil estado de soltera (Velencoso… ¡ay!), es princesa. Del pop. Algunos le darían por fin el trono de esa Madonna algo… gastada. De serena, honesta y sincera a la de Melbourne le cunde, ¡y también sabe cómo gastar! Debería ser ministra, de sanidad y deporte por cuerpazo; de cultura, por sus tientos al castellano. Jurista, por declaración de bucales -y vocales- principios. Y en definitiva, presidenta. Que también nos luce labios rojos, y sí sabe inglés.

Adiós malversación, blanqueo y corrupción; duquesitos, “tarjetistas” y “folcloricós”. Ni paraísos fiscales, alcaldes ni cristo que los fundó.
Adminístreme usted, Kylie; Mrs Kylie Minogue.