Ayer el del “corazón partío” llenaba el Wanda en Madrid, y mi amigo Sergio el Palacio de los Deportes. Me resisto a utilizar el nombre de su patrocinador (del palacio, digo) porque me parece triste que edificios y recintos emblemáticos cambien de bautismo a golpe de talón cada dos por tres. Y máxime si se trata de dotaciones con titularidad pública cuyo alquiler al mejor postor nunca favorece directamente a sus legítimos dueños, los ciudadanos que los pagaron de sus bolsillos. Sino a otros bolsillos. Pero de eso tal vez hable otro día. No quiero hacer de ésta una reseña transversal, ese concepto tan moderno y tan horriblemente recurrente como el inclusivo, o sostenible, pródigos en nuestro reciente vocabulario vengan o no a cuento.
Sergio es toda una estrella. Porque canta y toca las guitarras como cualquier rockero de escuela. Aunque él no pasó por academia de talón y sello. Le viene de afición, oído fino y mucho machacar discos. De los buenos. Y como a eso le suma carisma y simpatía, se lleva al público de calle. Bueno, de sala. Y de las buenas. Este sábado era la Truss, en el susodicho palacio de la calle Goya. Pero por entrada en Jorge Juan. Todo muy en su sitio. A ver, técnicamente no era un lleno de pista con veinte mil gargantas. Está claro. Pero sí podría hacerlo, desde el oscuro túnel de la industria y si vendiera su alma al mainstream. No quiere ni le hace falta. Porque su misión al frente de Fortynagers es otra muy distinta. Ese es el grupo que formó hace unos pocos años, sumando papás y mamás de colegio, aficionados todos a esto de la música en vivo, que empezaron a tocar juntos por diversión. Y solidaridad.
The Fortynagers surgió en Boadilla del Monte. Montaron una fiesta para el cole de sus hijos y con fines benéficos como apoyo a una ONG que opera en Uganda. Eran conocidísimas canciones de los ochenta y noventa españoles y también de fuera. Las bandas sonoras de sus años jóvenes que son las de muchos. Por eso gustaron tanto. Y por lo bien que lo hacen. Si el repertorio es bueno pero mal cocinado, el menú no alimenta al público. Y ese no es su caso. Porque, además de satisfacer al melómano de buen paladar, dan también de comer a los menos favorecidos con todo lo que recaudan vendiendo entradas para sus conciertos y camisetas con la firma de la banda. En aquélla primera presentación se juntaron 600 almas que pagaron por ver a una formación que nadie conocía y jamás había actuado en público. Convencieron. Y de inmediato siguieron otras. También con más organizaciones solidarias. La de este fin de semana trata de ayudar a las niñas de Nepal señaladas y sin recursos. Se llama Udana. Y ya figura en su curriculum de colaboraciones junto con Alas de Esperanza, o la Fundación Vicente Ferrer. Su espectáculo ha llegado al madrileño Palacio de la Prensa, y han compartido escenario con artistas de primera fila de nuestro panorama patrio. Que no podrían hacerles mucha sombra, todo hay que decirlo. Porque tocan los instrumentos maravillosamente y sin trampa ni cartón. Las coristas apoyan todas y cada una de las canciones con arreglos a veces diferentes a los originales, logrando armonías nuevas y sorprendentes. Cada una, y son siete, son tan infaltables como los siete enanitos de Blancanieves, sólo que aquí ellas dan talla y Blancanieves sobra porque hay príncipe directamente: Sergio. Con él se marcan dúos salpicados a lo largo de la noche, que viaja de hit en hit sin dar tregua fuera y dentro del escenario.
Con mucha voluntad, con ganas, con ilusión, y con corazones llenos y dispuestos a dar, The Fortynagers han demostrado que la música vive y traspasa sin apoyarse necesariamente en costosos andamiajes ni estrafalarios vestuarios o deslumbrantes decorados. Que también recauda sin abultar rancias y a veces dudosas cuentas bancarias ni engordar a mayor gloria egos desmesurados de antemano. Y sirve. Al alma de los que escuchan. Y a los corazones de quienes reciben ese fruto solidario. Probablemente así dejen de estar un poco menos partíos. Porque corazones como esos, tristemente, hay a millones en todo el mundo. Y no son un guiño al título de una canción celebérrima, archifamosa. Son una triste realidad que hay que borrar para siempre. Gracias a los Fortys por ese barniz acústico que, además, nos hace bailar. Siempre.
(Consulta The Fortynagers: Web / Facebook / Instagram)