Este domingo me levanté pronto. A las siete y media. Sólo una hora más tarde que entre semana. Después de apurar el infaltable cacao caliente de siempre me senté a repasar algo de prensa. Para estirar un poco el cuerpo, aunque leyendo titulares una parte del alma siga encogida, como me acurruco en la cama. No es para menos dadas las trágicas novedades de los últimos días. Qué digo días; semanas. Hasta meses. Incluso años. La desgracia nunca viene sola. Ni retrasada. Qué se va a hacer.
Temprano salí también a hacer ejercicio. Dos horas de gimnasio para alinear alma con cuerpo y dar ritmo al corazón, que definitivamente se ha vuelto a encoger al entrar en casa. No por falta de sol, que siempre extraño porque no tengo balcón, pero sí de luna lorquiana a la que nunca más cantará mi Nati Mistral.
Siete mensajes como siete corazones escribió Federico me tililaban en el móvil anunciando mi pena… En verdad era este último su año más difícil, aquejada de una dolencia cerebral que le obligaba a cambiar El Viso por un hospital al que volvía una vez y otra. Tal vez volver a su propia casa era lo que no aplaudía por tanto que, entre bromas pero en serio, pedía a Dios «llévame ya» cada mañana, escandalizada por «el horror» continuo que estaba harta de conocer. Y que no era la enfermedad, sino el mundo cruel que minuto a minuto fermenta en el crisol de nuestra reciente historia. Esta optimista «bien informada» no dejaba títere con cabeza cuando le pedían opinión y, convencida de que esta película ya se la sabía, advertía siempre que lo peor estaba por llegar. No tendrá ocasión de verlo, y por eso está feliz aunque otros nos quedamos en lágrimas y a la vez con ese marrón de vida; aunque, claro, sin saber hasta cuándo. Sólo por eso me reconforta su marcha. Era su anhelado deseo: Descargarse, y descansar. Pero nos deja un vacío. Artístico, humano, intelectual.
Conocí a Natividad Macho hace exactamente veinte años en un vestíbulo de hotel donde íbamos a hablar de «Café cantante», el texto de Antonio Gala que interpretaba junto a Ángeles Martín, para deleite de todos cuantos pudimos disfrutarlas. Llegó como un torbellino anunciándose a sí misma con el deje castizo que siempre derrochó y poniendo firme hasta el ficus de la entrada. Tras desplegar su sonrisa al fotógrafo, le dijo: «Ay, no, que no vengo preparada. Anda, poned una de esas bonitas que tenéis en los cajones». Dicho y hecho, mi compañero desapareció con cara de póker y el carrete entre las piernas, y para la entrevista lució ella directamente venida de archivo abriendo un enorme abanico con esmaltado floral. A partir de ahí el resto de la tarde fue un incontenible caudal de sabiduría y anécdotas que a duras penas entró en la cassette y logré resumir para los lectores del periódico. En verdad, hubiera necesitado el paginado entero. Tres y cuatro veces le rogué luego sus memorias, las mismas que coincidimos de nuevo, ya en una entrega de premios, ya en otro estreno. Por mi parte era una osadía, lo sé. ¿Quién era yo, a la postre? Pero siempre me guardó un recuerdo amable, sinceros besos y de regalo un dardo «of the record» sobre cualquier asunto de actualidad. No se callaba ni bajo el agua. Una vez le pedí dedicarme en lugar de un vinilo -tengo todos- un novísimo CD, como recuerdo, que hoy es ya como platino. «¿Dónde lo has comprado?»; «Pues en El Corte Inglés»; «Y luego dicen que no venden. ¿La SGAE?, ¡unos sinvergüenzas!». Se quedó tan ancha, y yo con el disco, firmado en plata cual luna del poeta andaluz, en un marco blanco.
Quizá por eso nos gustaba tanto. Porque, además de decir, decía bien. Esta señora podía presidir por derecho cualquier templo del teatro, del cine y de la canción, tres grandes de tres ante los que yo caigo a los pies. Pero es justo reconocer que, por añadidura y con honores, al modo del Nobel de Gabriela, la Real Academia de la Lengua Española debería haberle puesto un trono particular a Nati Mistral. Sin ahorro de vocablos y mucho menos de dicción, esta madrileña de pro paseó el mejor castellano que pueda imaginarse por el mundo entero y sin cuna de Valladolid. En los institutos y escuelas casi debería haber una asignatura con su nombre para mejor hablar -y preservar- el idioma de Cervantes. Tales fueron su tino y saber escogiendo entre líneas de diccionario. Siempre acertaba. Y sin guión. Todo lo que no improvisó en escena le salía luego a borbotones al pisar la calle. Por eso hoy quizá resultaba para muchos una desconocida a diferencia de otras glorias igual de mediáticas de su generación (Nati ha pasado los últimos años como tertuliana en radio y televisión). No ya por maneras y estilos «a la antigua» sino por discurso. Son los tiempos tan devaluados para la sintaxis y la ortografía que, estoy convencido, ¡no la entendían! Con lo puesta al día que fue siempre…
Nati, te has ido sin las memorias. Para mí y para nadie, porque siempre repetías «nunca y no». Se van contigo. Marchas cargada de saberes y recuerdos, de amor y desventuras, de franqueza y misterio a la vez. Secretos que, de haberlos confesado, quizá nos dieran la clave para saber sobrevivir a este caos que ya, por fin, como querías, no te pertenece.
Ago 202017