No es mi dedicación ni estoy aficionado a hablar ni escribir de política. Y si alguna vez fue así ni lo recuerdo, y respondería a estricto trámite por ejercicio de mi profesión, que siempre he tratado de desligar de este campo. Respeto a los colegas que a ello se dedican, pero mis filias son otras más armónicas, creo. Y realmente no me gusta que entre ellos, demasiados caigan con pasión y hasta acaloramiento en la trampa de subirse a un púlpito para siempre hacer de juez y opinar de todo cuanto ocurre dentro y fuera de un partido, un pasillo en las cortes o simplemente a pie de una urna electoral. Porque traicionan la distancia que debe haber entre informador y ciudadano de a pie que también son cada uno y, como cualquier otro, cultiva su jardín de ideas e ideales. Pero que lo hagan en casa. No frente la máquina de escribir NOTICIAS. Perdón, que éstas, y esos trastos, las máquinas de escribir, son del siglo pasado… Hoy lo voy a hacer. Hablar de política. O algo parecido. Tal vez sucintamente. O quizá sin esa arrogancia habitual en algunos oradores de editorial impreso. Lo voy a hacer porque hace tiempo ya que entendí que la oportunidad de sorprenderme con cuanto ocurra en los timones de este país va a ser infinita. Y, a veces, hay que soltar lastre.
Las últimas y recientes convocatorias electorales de todo gusto y alcance -estatales, municipales, autonómicas y europeas- han puesto de nuevo en alarmante evidencia la urgente necesidad de acometer el “más difícil todavía” de la función. Ese que todos evitan y es como los clásicos elepés de tocadiscos que tan de moda vuelven a estar: tiene dos caras. Una, la desafinada partitura del sistema de gobierno en el territorio español, ebrio de tantas instituciones y mandos de poder en liza como tiene. Y dos, el ineficaz sistema electoral vigente, sin visos de cambio, que hace aún más disonantes los esfuerzos de la orquesta y provoca la vergonzante absurdidez de que haya cientos de batutas diferentes aporreando el atril del concierto y al final resuelva que los menos votados accedan a ocupar cargos. A fuerza de pactos insólitos y convenios amañados. Por supuesto. Un vinilo, en fin, que también (se) ha pinchado, nunca mejor dicho. Y está rayado, dando vueltas, sin dar salto ni avance, atrapado en el mismo verso y la misma canción. No entrará en el Hit Parade. Ni será oro, platino o diamante.
Creo que los hemiciclos jamás logran reflejar con sus señorías, y los ímpetus que destilan, ni un mínimo de la voluntad real del pueblo. Y creo también, por otra parte, que ese pueblo mismo en no pocas ocasiones carece de criterios firmes, de convicciones verdaderas, afán de contraste o habilidad para la razón a la hora de expresar sus anhelos y opiniones. Dos flujos, en fin, opuestos. Que chocan y parecen irreconciliables, con consecuencias muy lamentables para el devenir de una nación.
España es, de momento, como hay otros colectivos en el mundo y en referencia a no pocos aspectos, el fracaso del ser humano en su vida en sociedad y también como persona. En pleno siglo XXI, nada menos. He ahí el drama. Lo es. Por y desde la manifiesta nula intención de llegar a acuerdos en grupo cada día que empieza y termina, de conversar, de conciliar. Lo es a causa también de relegar sistemáticamente un interés universal y de amplia cobertura, sincero, y anteponer la eterna salvaguarda de la parcela particular de cada uno, que cada uno -claro- quiere más grande toda mañana que amanece, sin mesura alguna, y con la que sólo aviva un individualismo cruel y anodino para estas cotas que tenemos ya en la línea del tiempo. Es vergonzante que el llamado mundo global sea un globo. A punto de explotar siempre.
Repaso las campañas electorales. A los candidatos de gobierno. Escenarios, público y programas y mensajes. Como dice la manida frase, los de “ayer, hoy y siempre”. Todos esos. Y concluyo: a mayor variedad, más dispersión. Multiplicar las opciones conlleva más probabilidad de error, por matemática pura y porque las fuerzas se diluyen inevitablemente. El manido lema “Divide y vencerás” es una mala leyenda. El placebo de los que no tienen talento para revertir un efecto y se automedican. Y se lo recetan luego a los demás. En nuestros políticos actuales no me reconozco. De los que fueron o los que vengan no puedo hablar porque no compartimos espacio. Pero, los de mi camada, yo no sé qué han vivido. Dónde ni qué han estudiado. Cuáles y cómo eran sus familias. Qué música escuchaban, qué cómics y libros leían o a qué cine iban a ver películas. Por qué o a quiénes rezaban, si lo hicieron. O en qué jugueterías compraban sus Reyes Magos. Dónde estaban sus patios de recreo, qué llevaban en sus carteras de colegio y cuántos años cumplían en cada tarta… Pero hoy todos quieren un trozo de pastel. Desde luego. El mejor. Y engullirlo antes que nadie. Elevando al máximo exponente el célebre “quítate tú para ponerme yo” a costa de lo que sea y sólo por estar o que no lo tenga el otro aunque a mí no me valga. Lo hacen. Con menos pudor que el de aquellos modernos del destape en las carteleras y quioscos de sus no tan lejanas infancias. Qué rápido ha pasado todo. Y qué pronto han crecido. O al menos eso creen que han hecho. Porque la mayoría es tan corta de intelecto, y lo pregona, como cuando vestían sus babis. Entonces era por natura y lo que tocaba. Hoy conducen, muy caro. Y ya no es de ley.
Pero no son culpables únicos. Esto, tan triste, tan gris, es aplicable a casi todos, aunque no aparezcan en una papeleta blanca, sepia o azul con nombre y apellidos. Nos atañe al mundo. Nos alcanza en el mundo. Nos resta ese mismo mundo. Valores y esencias no son tendencia. Y sin embargo hay algo, no, un mucho, de lo que somos responsables. Creo que esto era hablar… de política. “Háztelo ver”, nos digo. Yo. Que sí fui a EGB.