Pues miren, señores: Como periodista nunca había hablado sobre la familia real de España. Hasta que el destino más casual me condujo a ese programa de televisión sobre la boda de los Príncipes de Asturias. Nunca fue mayor verdad que, como suele decirse, yo fui de acompañante al casting, de la manera más fortuita. Y me eligieron, quedando descartada la chica que me había invitado. De hecho, ella ni yo, y menos el otro amigo con el que aquella tarde sumábamos tres, conocíamos de qué iba aquéllo. Lo supimos después puesto que la cadena lo preparaba con gran celo en una maniobra que adelantó cualquier posible propuesta de la competencia. Durante tres meses todo el equipo nos dedicamos a conseguir cualquier novedad reseñable de la cuenta atrás para el enlace. Se consideró hasta lo menos trascendente con tal de tener de qué hablar. Esto siempre con el debido decoro y mesura, como resulta obvio. Y, realmente, nunca mejor dicho, uno se daba cuenta del agudo nivel de curiosidad que define al españolito de a pie cuando se trata de asomar por la ventana vecina y hacer colecta para la infaltable mesa de charla y mantel de después en cada casa. Al público le valía casi cualquier dato con tal de opinar y sentar cátedra. Máxime siendo aquél tema estrella del año, y década incluso. De aquel magacine grabaron además a fuego detalles en su memoria hasta el punto de años más tarde pararnos en la calle, tras un repaso de arriba abajo, para decir más con los ojos que de boca: “tú eras el de las campanas, y tú el de la peluquería”. Como si, oh sorpresa, hubieran encontrado al guapo del anuncio de una nueva maquinilla de afeitar visto en el sofá cinco minutos antes. Ese mismo público, ya sea lector, espectador, oyente, es el que a día de hoy te sorprende más si cabe con su mundana sed de conocimientos. Es decir: La misma de tres lustros atrás. Si no corregida y aumentada. Lo cual no “pega”.
Esta semana no hubo Lula, Cataluña ni fútbol que nos fundó. Bueno, sí, pero de postre. El aperitivo se ha repetido cada día en los entrantes, primero y segundo plato y hasta disuelto en el sorbete intermedio. De limón, claro. Por lo agrio. Y no ha sido otro sino el célebre vídeo mallorquín de dos minutos que se han multiplicado geométricamente en millones por todos los relojes de las televisiones y radios del mundo mundial, calando incluso en tinta por no menos miles de páginas de cientos de rotativos en Europa y América principalmente. Ha sido, pues, la semana del real rifirrafe. Un asunto a todas luces extralimitado y exprimido sin piedad hasta rayar en lo obsceno, habida cuenta cómo está la agenda internacional de lo que ciertamente debería interesar. Que si entro o salgo, subo bajo, corro o salto, quien más quien menos ha dicho algo a favor o en contra sobre este “choque de reinas” que ha copado todos los titulares. Porque, cual medido videoclip de Madonna en aquellos sus mejores momentos, el hoy casual de los Borbón y Ortiz y Grecia a nadie ha dejado la boca cerrada. Ni la mano quieta. Analizados punto por punto los modelitos, ademanes, todos los encuadres y coreografías, han rodado cabezas. Como era en tiempos de otroras monarquías europeas y en este aún joven siglo XXI resulta más espeluznante si cabe. Que siempre cabe.
Por estos devenires nuestros se grita contra casi todo. Y se alaba cuanto dictan “influencers”, “coachers” y gurúes de turno, aunque no venga a cuento. Pero en medio de esas dos puntas de comportamiento, carecemos de criterio propio. Pónganse a pensar si al menos la mitad de cuanto piensan, resuelven y escogen cada uno de ustedes un día cualquiera es fruto de una voluntad particular, limpia y sincera; pronta y decidida; personal e intransferible, como diría un slogan. Tal vez ni yo mismo detrás de estas líneas la tenga. El caso es que hablamos y hablamos, soltamos y soltamos. Y gratis, oigan. Tal vez porque casi nada va directamente con nosotros. No estuvimos nunca en la mayoría de lugares, ni en las pieles de quienes criticamos. Ni soñamos vestirlas jamás aunque a veces los sueños nos superan y ponen en peligro. Por eso nos encantó decir que si la abuela esto, que la nuera lo otro; pues fíjate las nietas, pues anda que el del bastón… ¡Y todo saliendo de misa! Un escándalo. Como no podía ser menos.
Yo creo que el resultado visto, fotograma a fotograma, es culpa de todos en general y de nadie en particular. O de una tensión familiar añeja, concentrada y retenida que produce flato y escapa cuando y por donde menos esperas. Ni deseas. O sí. O vaya alguien a saber. Lo que queda claro es que a este elenco real se le pide ser como uno más, al tiempo que hay censura si no exhibe su pedigrí secular. La monarquía no puede ser moderna y de rancio protocolo a la vez: Centrémonos. Claro está también que hay quienes ni siquiera abogan por la sangre azul, menos aún malva -según los nuevos plebeyos maridajes-, como parece teñirse de un tiempo a esta parte en los tronos vigentes; y le desean destierro eterno. Aunque eso ya es tema de batalla aparte. Sin embargo, tan actuales y tan “it-model” todos, sí queremos, por ejemplo, una nueva mujer sin discriminar, que ejerce su papel; pero abucheamos cualquier iniciativa suya en la defensa de ese rol de fémina resuelta, máxime si encima “va de madre”, porque nos sabe a insolencia. Y soberbia, prepotencia, altivez. Piropos todos que estos últimos días se llevan unas y no recogen otras, aunque tal vez entre todas ellas también pueda haberlas dispuestas a no digerir que cedieron ya su antiguo papel a las que, por relevo natural, vienen detrás para asumirlo con maneras propias, les guste o no, por encima o debajo, delante o detrás de sus muchos méritos acumulados y aplausos varios y hasta unánimes o general. Y, como es natural, de las y los pequeños y pequeñas no vamos a dejar de opinar, obviando si son -o san- o no -o na- menores -y menoras-; porque, ¡hombre! -y ¡mujer!-, para qué ahorrarnos dedicarles unos cuantos -y cuentas- epítetos -y epítetas- aunque ninguno alcance los dieciocho ni lleven, sea el caso, esa su cara -o barata- a cuadritos pixelada (tan hipócrita incluso el recurso, al venir impuesta como añadidura legal, no a gusto del editor). En definitiva: Aquí no se libra nadie. Punto.
Y hasta pedimos. Una disculpa y rectificación. Un perdón con retractación. El striptease emocional, vamos; matriarcal o patriarcal, cualquiera vale. El mea culpa. La exclusiva del día, bestseller de quiosco y rompeshare de plasma/led. Resumiendo: Que alguien, sí, cargue la corona… de espinas. Cual Ecce Homo. Que ya no es Semana Santa y nos quedan cincuenta hasta la próxima. Pero igualitas a las sombras de Grey, por cuanto intuyo: A latigazo limpio. No podía ser menos.
Y no pedimos, señores, en medio de sediciones, guerras, ausencias de gobierno, desgracias naturales y dramas miles, cuanto y tanto realmente importa, nos entronca, nos afecta… y debiéramos urgir, por precisar y adolecer sin remedio: Que un juez no tenga que ser parcial; que se cumpla, por ley, la buena ley; que en su condena y de una vez pague el culpable que lo fue; la dignidad del mercado laboral y salario acorde a las necesidades que vivimos; las pensiones cosechadas con esfuerzo a lo largo de una vida; la salud física y mental del niño que crece; el cuidado médico del mayor que envejece; la promesa de futuro para el joven que se estrena; la lotería del lugar merecido; el techo cotidiano que habitar; el final, en fin, de toda violencia incontenida… Respeto. El ser, estar. Y real(zar).