Dic 062014
 

Cuando eres niño, cualquier día sin cole es una fiesta. Da igual lo que se celebre, para tí es tiempo de alegría y juegos y compañías amigas que te hacen pasar un buen rato. Cuando creces, ya no es lo mismo. A veces las obligaciones adultas impiden un poco de esparcimiento. Otras, es la mala leche de ver cómo ha cambiado todo. O peor: Cómo no.
Desde hace años el día de hoy se me antoja fúnebre. Porque cada vez es más difícil alegrarse de que una carta magna mienta y no deje de ser un mero espejismo de lo que debería. No voy a entrar en debates al uso sobre reformas constitucionales. Prefiero resumirlos y decir que hay cosas que nunca debieron quedar de forma tal que hubiera que tener que modificarlas por urgencia y como auxilio ineludible para el desahogo de todo un colectivo, mayor o menor, que, dicen, se llama nación.
Yo no celebro nuestra Constitución. No puedo. Mi profesión me lo impide. Y como siempre la he basado en una fuerte ética, parece más acertado decir que ésta es la que no me deja tirar cohetes. Sino dardos. Con palabras. Gramaticalmente bien escritas -creo-, no como recopilaba, de imposibles, Lázaro Carreter en su libro.

Nací con un dictador. No me duró muchos años más ya. Pero aunque ahora no tengamos paredón, muchos siguen siendo fusilados día a día… en el ejercicio de su libertad. Esa, que en el texto de 1978 se recoge retorcida, barata y falsa. Me parece muy triste, a la vez que muy conveniente, claro, que se discutan los derechos autonómicos, de determinación, de independencia, políticos, sociales, ideológicos, de voto y de botox. Y de lo que se crea oportuno. Pero tratar todas y cada una de estas cuestiones no nos remite sino a la única y fundamental: discutimos la discutida libertad. Que tiene sus límites. Faltaría. Pero ya está bien de agarrarnos a la coletilla, porque está pasando a coleta, cola y soga, en definitiva. Nuestra propia horca.
Que la libertad no es a cualquier precio es tan obvio que no debería convertirse en axioma que impida su efectivo disfrute y normal desarrollo. Ni en propiedad de unos pocos. Quiero decir: Necesidades básicas e infaltables se han convertido absurdamente en privilegios reservados -como siempre, en realidad, desde que abandonamos las cuatro patas- a lo material. Lo que se puede contar. Lo que suma y resta. Y te sube y baja. Y te da vida o muerte. Dinero. Dependiendo del volumen de billetes así son tus decibelios de libertad. Indecente. Inhumano.

Tener casa, empleo, dignidad… Es sólo dinero. Poder conocer, comer y crecer. Es sólo dinero. Progresar, evolucionar, curar y amar… Es sólo dinero. Y bien digo, dinero. Que nunca poder. Pues ¿qué es el poder? ¿Imponerte a todo y todos? ¿Ser látigo amedrentador? ¿El triunfo de la amenaza? Sí. Todo eso y más. Todo lo que no es voluntad, ni conciliar, ni observar, considerar, o paliar. O aliviar. Es sólo dinero. Que las menos veces tiene decente origen. Que las más lo compra todo, hasta la suciedad.
Yo no entiendo al abogado que deja de serlo por dinero. Yo no comprendo al médico que deja de serlo por dinero. Yo no me explico al periodista que deja de serlo por dinero. Yo no quiero ser un cheque en blanco para que me escriban lo que quieran dentro. Ni ir a un banco a cobrar la indecencia de vender la decencia. O creer que en un librito articulado, ese librito articulado, caben miles de años de experiencias y humanidad reducidos a un decálogo de supuestas buenas prácticas que en definitiva sólo favorecen a unos pocos cuando echan a andar.
Yo quiero ver que no me tengo que esconder. Yo quiero saber que me puedo defender. Yo quiero pensar que no siempre me van a atacar. Yo me quiero relajar y esperanzar. Y no tener que decir nunca más que ya llega el día. El día de la Prostitución.
Por los hijos que no veré, para que no se tengan que vender.