Dic 072014
 

Ha sido una cálida noche la de ayer. El puente de casi cero grados en la capital y su efecto se han paliado con la fiesta de cumpleaños de un amigo llegado del Caribe. Que, claro, remedió los rigores de estar en la cúspide de una de las azoteas madrileñas de moda con un catering cobijado con generosas estufas de propano y los calores -humanos y afectivos- de taitantos invitados escogidos, casi los mismos que años festejaba. Afortunado yo por partida doble. La primera había sido un concierto de esos que tampoco, por imposible, se olvidan.

Volvía Patricia Kraus a la sala Galileo con sus partituras bajo el brazo y la banda habitual para un público que no dejó de aplaudir ni siquiera en pleno canto. Esta señora debería estar patrocinada por Iberdrola, porque es electricidad pura. Energía azul reconfortante, como el color de su último disco, “Divazz”. Dice ella que no entiende que en un país tan soleado como tenemos no impulsemos más las energías renovables, ecológicas y naturales. Opino lo mismo y más. Pero vamos con la música, que no enciende bombillas pero ilumina las almas. Soul es precisamente uno de los muchos estilos que domina Patricia. Y gospel, blues, jazz, pop, electrónica. Ópera. Cómo no. El recital de ayer volvió a demostrarlo, aunque esta vez no sonó el aria de “El pescador de perlas” que inmortalizó su padre y versionó ella hace un par de años para llevarlo a todos los escenarios que pisó en una larga gira por España entera. La última vez que lo ha cantado en vivo puso en pie al respetable, del Teatro Real, hace apenas un mes, durante un homenaje de varios artistas brindado a mayor gloria de Alfredo. Si ayer no hubo lírica, la intérprete nos regaló a cambio el adelanto de algo que incluirá en el siguiente disco, previsto para 2015 y que grabará a finales de invierno. Así, cuando menos lo esperábamos, entre notas de Nina Simone, Stevie Wonder y Etta Jones volvió del mar Alfonsina a aparecerse en pleno centro de Madrid. Lo hizo con aires de bossa nova. Será sólo uno más de los sorprendentes títulos que tendrán cabida en el venidero cedé junto con alguna nueva canción propia.

Cuando le hablo de Patricia a la gente, es inevitable que la asocien con Eurovision y aquella canción de 1987 con baterías electrónicas y sintetizador que Eduardo Leiva vistió con arreglos orquestales para darle empaque. Después de aquel primer elepé homónimo, pop, donde Patricia firmó de puño y letra la mayoría de los cortes, y el revuelo que causaba ver a la hija de uno los mayores tenores del mundo en plan “Ana de Mecano”, como algunos dijeron, vino un cambio de estilo. Siguió componiendo canciones, pero con arreglos más acústicos y directos, y letras urbanas muy intensas y cuidadas que, a modo de metáfora, hablaban de “animales y selva”. O lo que es lo mismo: ciudad y gentes. Como suele ser normal cuando uno es adelantado a su tiempo, Patricia, que trató entonces de rebajar lo apabullante de su apellido sacándolo de la portada del disco, no logró la repercusión cosechada después por Rosario, Rosana o Luz. Ser mujer cantando sola volvía a estar en desuso con tanto grupo ochentero en boga y recuerdo.

Esperando tiempos mejores, nuestra heroína investigó la electrónica con el grupo Wax Beat y se hizo más moderna que los modernos de turno. Su padre llevaba años acudiendo a alguna de las presentaciones en pequeños locales, y el público alucinaba, algunos incluso sin saber quién era. Pero estoy convencido que ya entonces pensaba que lo mejor vendría en la baza que guardaba y decidió no jugar hasta el nuevo milenio. El estudio constante de la voz, la técnica, el amor por los viejos discos de música negra escondidos en el despacho de papá y la experiencia de subir a los escenarios más variopintos durante todos los 90 forjaron un futuro que lleva siendo espléndido presente más de una década.

Patricia volvió a la canción de autor con “Alma”, un disco autoproducido en plena crisis de piratería, con canciones armónicas, donde su voz luce de manera desconocida hasta ese momento. Fue el tímido primer paso para desatar su verdadera pasión y empezar a mezclar sus propias melodías con los viejos sonidos de la Motown, los añejos clubes de la América en humo de cigarro y blanco y negro, el saxo vibrante, el bajo vigorizante y el pìano delirante. Y esa garganta. Privilegio indescriptible que atraviesa 30 canciones con todas las octavas posibles y en una sola sesión sin dar ni una nota original fuera de lugar. ¡Ni una! La Kraus es uno de esos fenómenos a los que ni el mejor de los estudios de grabación con el más sobresaliente equipo de profesionales puede hacer justicia. Porque en vivo siempre es mejor. Y si entre canción y canción, además, sueltas algún chascarrillo que otro haciendo gala de simpatía y un humor tan rápido como ocurrente y venido a cuento, no hay bolsillo suficiente para meter tan entregado público. A la salida, siempre, te firma un disco y pasa otra hora repartiendo sonrisas y anécdotas a toda la cola… Una voz sin fin.

Me ha prometido un nuevo “Knockin on heaven’s door” porque, en realidad, ella siempre está allí, en las alturas. Su sitio. Anoche mismo se lo dije, y decidí cambiarle el nombre. Lleva el suyo por nacer italiana, por nobleza dinástica y de carácter. Y por bonito. Para mí, por mérito propio, no comparable a nadie, y según reza en acepción positiva el diccionario, es Bárbara.

Olviden aquel festival de la tele. No dejen de probarla.